viernes, 21 de abril de 2017

LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA (III)

PÁRRAFOS DEL DISCURSO DE LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA  
(O EL CONTRA UNO)

Para leer completo: https://docs.google.com/file/d/0B14Synwe1mHzbTJIb0Y2WS12UUk/edit

Libro escrito por Étienne de la Boétie, en el siglo XVI, cuando tenía 18 años de edad ... Este hombre fue un escritor y político francés que murió a los 33 años de edad ... Un comentario mío, es que murió justamente cuando se cumplía su primera revolución del Sol (33 años), por lo cual tengo la impresión de que no supo o no quiso asumir, que debía hacer un grandísimo cambio y muy significativo en su vida, no lo sé y aquí lo dejo, se dice que murió a causa de la peste.

Se trata de un libro contra el Absolutismo, en el cual se plantea la legitimidad de cualquier autoridad sobre un pueblo, ... y lo cual puede perfectamente asimilarse a otro tipo de autoridades, como pueden ser las familiares, son las autoridades que hemos dejado que actúen sobre nosotros, convirtiéndonos muchos en seres sumisos de esa o esas autoridades parentales, y por tanto ha sido en una relación dominación/servidumbre. A continuación transcribo unos cuantos párrafos del mismo, y que tienen relación directa con el contenido de este blog, y en concreto con el karma familiar relacionado con la servidumbre al tirano o la servidumbre a la autoridad.


"UNO SOLO SEA AMO, UNO SOLO SEA REY"

“No veo un bien en la soberanía de muchos; uno solo sea amo, uno solo sea rey.” Así hablaba en público Ulises, según Homero. Si hubiera dicho simplemente: “No veo bien alguno en tener a varios amos”, habría sido mucho mejor. Pero, en lugar de decir, con más razón, que la dominación de muchos no puede ser buena ya que la de uno solo, en cuanto asume su naturaleza de amo, ya suele ser dura e indignante, añadió todo lo contrario: “Uno solo sea amo, uno solo sea rey”. No obstante, debemos perdonar a Ulises, quien, entonces, se vio obligado a utilizar este lenguaje para aplacar la sublevación del ejército, adaptando, según creo, su discurso a las circunstancias más que a la verdad.

Pero, en conciencia, ¿acaso no es una desgracia extrema la de estar sometido a un amo del que jamás podrá asegurarse que es bueno porque dispone del poder de ser malo cuando quiere? Y, obedeciendo a varios amos, ¿no se es tantas veces más desgraciado? No quiero, de momento, debatir tan trillada cuestión: a saber, si las otras formas de república son mejores que la monarquía. De debatirla, antes de saber qué lugar debe ocupar la monarquía entre las distintas maneras de gobernar la cosa pública, habría que saber si hay incluso que concederle un lugar, ya que resulta difícil creer que haya algo público en un gobierno en el que todo es de uno. Pero reservemos para otra ocasión esta cuestión, que merece ser tratada por separado y podría provocar por sí sola todas las discusiones políticas posibles.

De momento, quisiera tan sólo entender cómo pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soportar a veces a un solo tirano, que no dispone de más poder que el que se le otorga, que no tiene más poder para causar perjuicios que el que se quiera soportar y que no podría hacer daño alguno de no ser que se prefiera sufrir a contradecirlo. Es realmente sorprendente y, sin embargo, tan corriente que deberíamos más bien deplorarlo que sorprendernos, ver cómo millones y millones de hombres son miserablemente sometidos, y son juzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo, no porque se vean obligados por una fuerza mayor, sino, por el contrario, porque están fascinados y, por decirlo así, embrujados por el nombre de uno, al que no deberían ni temer (puesto que está solo), ni apreciar (puesto que se muestra para con ellos inhumano y salvaje). ¡Grande es, no obstante, la debilidad de los hombres! Obligados a obedecer y a contemporizar, divididos y humillados, no siempre pueden ser los más fuertes.

Empero, es al parecer muy normal y muy razonable mostrarse buenos con aquel que tanto bien nos ha hecho y no temer que el mal nos venga precisamente de él. Pero, ¡oh, Dios mío!, ¿qué ocurre? ¿Cómo llamar ese vicio, ese vicio tan horrible? ¿Acaso no es vergonzoso ver a tantas y tantas personas, no tan sólo obedecer, sino arrastrarse? No ser gobernados, sino tiranizados, sin bienes, ni parientes, ni mujeres, ni hijos, ni vida propia. Soportar saqueos, asaltos y crueldades, no de un ejército, no de una horda descontrolada de bárbaros contra la que cada uno podría defender su vida a costa de su sangre, sino únicamente de uno solo. No de un Hércules o de un Sansón, sino de un único hombrecillo, las más de las veces el más cobarde y afeminado de la nación, que no ha siquiera husmeado una sola vez la pólvora de los campos de batalla, sino apenas la arena de los torneos, y que es incapaz no sólo de mandar a los hombres, ¡sino también de satisfacer a la más miserable mujerzuela! ¿Llamaremos eso cobardía? ¿Diremos que los que se someten a semejante yugo son viles y cobardes?  Si dos, tres y hasta cuatro hombres ceden a uno, nos parece extraño, pero es posible; en este caso, y con razón, podríamos decir que les falta valor.

Si un país no consintiera dejarse caer en la servidumbre, el tirano se desmoronaría por sí solo, sin que haya que luchar contra él, ni defenderse de él. La cuestión no reside en quitarle nada, sino tan sólo en no darle nada. Que una nación no haga esfuerzo alguno, si quiere, por su felicidad; ahora bien, que no se forje ella misma su propia ruina. Son, pues, los propios pueblos los que se dejan, o, mejor dicho, se hacen encadenar, ya que con sólo dejar de servir, romperían sus cadenas. Es el pueblo el que se somete y se degüella a sí mismo; el que, teniendo la posibilidad de elegir entre ser siervo o libre, rechaza la libertad y elige el yugo; el que consiente su mal, o, peor aún, lo persigue.

¡Pobres y miserables gentes, pueblos insensatos, naciones obstinadas en vuestro propio mal y ciegas a vuestro bien! Dejáis que os arrebaten, ante vuestras mismas narices, la mejor y más clara de vuestras rentas, que saqueen vuestros campos, que invadan vuestras casas, que las despojen de los viejos muebles de vuestros antepasados. Vivís de tal suerte que ya no podéis vanagloriaros de que lo vuestro os pertenece. Es como si considerarais ya una gran suerte el que os dejen tan sólo la mitad de vuestros bienes, de vuestras familias y de vuestras vidas. Y tanto desastre, tanta desgracia, tanta ruina no proviene de muchos enemigos, sino de un único enemigo, aquel a quien vosotros mismos habéis convertido en lo que es, por quien hacéis con tanto valor la guerra y por cuya grandeza os jugáis constantemente la vida en ella.

Os matáis de fatiga para que él pueda remilgarse en sus riquezas y arrellanarse en sus sucios y viles placeres. Os debilitáis para que él sea más fuerte y más duro, así como para que os mantenga a raya más fácilmente. Podríais liberaros de semejantes humillaciones, que ni los animales soportarían, sin siquiera intentar hacerlo, únicamente queriendo hacerlo. Decidíos, pues, a dejar de servir, y seréis hombres libres. No pretendo que os enfrentéis a él, o que lo tambaleéis, sino simplemente que dejéis de sostenerlo. Entonces veréis cómo, cual un gran coloso privado de la base que lo sostiene, se desplomará y se romperá por sí solo.

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